Ángel Landa, en una fotografía del pasado febrero, cuando cumplió 97 años. |
Ángel Landa, vizcaíno de Balmaseda exiliado en México, revive a sus
97 años su experiencia de la Guerra Civil con la flota republicana en el
Mediterráneo
El País - Asís Ulla -
Bilbao
24 dic 2013
El día en que se proclamó la Segunda República, Ángel Landa fue a
clase en el colegio de los Maristas de Balmaseda. Hijo de Maximino Landa
y María Sierra, no llegó a conocer a sus padres y se crió con sus
hermanas mayores en el caserío de unos tíos. Con 16 años entró a
trabajar en la fábrica de boinas La Encartada, con un jornal de 50
céntimos diarios.
Las charlas con su cuñado Emeterio y la lectura diaria de El Liberal
y de libros despertaron su conciencia política y se afilió a la UGT.
Durante la revolución de octubre de 1934, Ángel y otros compañeros
socialistas planificaron volar el puente de El Berrón para evitar la
llegada de tropas desde Burgos a la zona minera vizcaína. “Llegada la
hora, fuimos al puente”, relata. “Había que hacer un agujero grande en
el centro para meter la dinamita. Estábamos en ello, cuando se oyó que
alguien se acercaba del pueblo. Hubo disparos. Nos dispersamos y al día
siguiente, la Guardia Civil hizo algunas detenciones. Ahí quedó todo”.
Para apartarse de la creciente violencia política, decidió alistarse
en la Marina para hacer el servicio militar. El 7 de septiembre de 1935
ingresó en la base de Ferrol. Tras mes y medio de instrucción, fue
destinado a la base de San Javier a una escuadrilla de hidroaviones
Vickers. Por Navidad, solicitó un permiso para volver a casa. Esos 25
días fueron los últimos que pasó en Balmaseda, adonde no regresó hasta
36 años después.
La noche del 18 de julio de 1936, el corneta de San Javier llamó a
formar a la tropa. “El oficial de radio nos reunió para decirnos que
había recibido una alerta de Madrid dando poderes al personal para
apoderarse de la base y encerrar a toda la oficialidad. El corneta tocó
dos veces más, pero ninguno salió”. Los 32 oficiales rebeldes fueron
después detenidos y posteriormente fusilados.
Durante la guerra estuvo embarcado como artillero en el acorazado Jaime I y los destructores Churruca y Ulloa.
Con el primero, zarpó en febrero de 1937 rumbo a Almería, pero los
continuos bombardeos de los Junkers alemanes aconsejaron regresar a
Cartagena. Allí les aguardaba la tragedia. Mientras era reparado en el
muelle, el 16 de junio el Jaime I sufrió una serie de explosiones, cuyo
origen nunca se aclaró. “Yo volví a nacer aquel día”, recuerda Landa.
“Aquello era un infierno por el repiqueteo continuo de las explosiones,
acompañadas de largas llamaradas, como un volcán. Alrededor del buque se
hallaban infinidad de cuerpos despedazados”.
La noche del 5 de marzo de 1938, embarcado entonces en el Ulloa,
participó en el combate naval que acabó con el crucero franquista Baleares, hundido frente a las costas de Ibiza. Ese día, la flota republicana puso en fuga al Canarias y al Almirante Cervera, los otros dos colosos de la flota franquistas con base en Mallorca.
Más que las batallas, Ángel rememora con horror los bombardeos de la
aviación enemiga. “Nada tan impresionante como resistir a pie firme,
sobre la cubierta, un fuerte bombardeo en el espacio reducidísimo de una
bahía como la de Cartagena”.
Antes del final de la guerra, el Ulloa realizó varias
travesías de Cartagena a Barcelona con una preciosa carga: el tesoro del
Banco de España. Hasta 200 cajas por viaje con barras de oro y plata.
Los barcos zarpaban a las seis de la tarde y llegaban a Barcelona a las
cuatro de la mañana para ocultar lo más posible la maniobra. Ángel
participó en 11 de aquellas expediciones. “Cada vez que llegábamos y
descargábamos las cajas, Hacienda nos daba un kilo de lentejas, otro de
arroz, algunas latas de carne argentina y también latas de sardinas y
tabaco Gener”.
Los últimos días de la guerra los pasó en el hospital, recuperándose
de una herida en la pierna izquierda. De allí salió in extremis a
primera hora del 5 de marzo de 1939 para embarcar en el Tramontana, un barco que contaba en su tripulación con muchos vascos, “todos conocidos míos”.
Si el grueso de la flota republicana de Cartagena puso rumbo al puerto tunecino de Bizerta, el Tramontana
se dirigió a Orán (Argelia), para cargar carbón y seguir ruta hacia
América. Las autoridades francesas lo impidieron. El buque quedó
atracado en la base de Mers el Kebir y su tripulación fue enviada
primero a un centro de internamiento cerca del puerto y a finales de
julio al campo de concentración de Relizane, a unos 200 kilómetros al
sur de Orán. “Allí nos alojaron en barracas de adobe. En cada una éramos
15 personas. Los vascos a la nuestra la llamábamos el Botxo”.
Muy pronto, las condiciones de vida en el campo se hicieron
insoportables. Finalmente, Ángel salió de Orán en el vagón de un tren de
mercancías con destino a Bouarfa, un campo de trabajo en la frontera
con Marruecos. La travesía, de 600 kilómetros, fue penosísima: “Íbamos
custodiados por soldados coloniales árabes. Nos daban de comer pan y
latas de sardinas. Lo que nunca durante la guerra, en aquel tren me
acordé de mi hermana Petra y se me saltaron las lágrimas”.
En medio del desierto, cerca de la cordillera del Atlas, su compañía
tenía que cavar un talud de tres metros en las obras del ferrocarril
transahariano. La temperatura a mediodía superaba los 40 grados. Cada
trabajador tenía para todo el día una cantimplora con un litro de agua.
El último destino de su compañía en Argelia fue una mina de carbón en
Kenazda, cerca del campo de Colomb Bechar. Ángel evitó el trabajo de la
mina porque le hicieron jefe de cocina, llevándose con él a un grupo de
amigos vascos.
Tras vivir tres años en la posada española de Orán, en agosto de 1946, a bordo del petrolero Minatitlán,
Ángel y su amigo Teodoro Alluntis llegaron al puerto mexicano de
Tampico. Desde allí se trasladaron en autobús a la capital federal y se
alojaron en una pensión regentada por socialistas bilbaínos. En la
oficina de la JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles) les
dieron 300 pesos a cada uno y algo de ropa.
Una semana después, Ángel encontraba trabajo en una empresa dirigida
por Martín García Urtiaga, natural de Portugalete, que antes de la
guerra había sido director de Campsa en Bilbao. En esta compañía se
jubiló en diciembre de 1990. “México fue mi salvación. Aunque es muy
grande la distancia que me separaba de mi familia, estaba satisfecho
porque aquí es donde logré organizarme y crear una familia”, resume.
Regresó a Balmaseda en 1971. El reencuentro con su cuñado Emeterio
fue “algo así como volver a nacer”, se emociona. “Al charlar con él de
nuestras cosas del pasado se me hacía un nudo en la garganta”. Ha vuelto
en otras ocasiones; en 1978, en compañía de su esposa mexicana Mina y
de dos nietos. “Conocieron a mi familia y les gustó mucho mi tierra”. En
1995, mecanografió en 130 folios unos “apuntes personales” en los que
relataba su historia, memorias de un artillero que ahora salen por
primera vez del ámbito familiar.
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