Carta enviada por Fructuoso Salvoch
El País- Bernardo Marín - México- 19/11/12
A las 9.50 del 29 de marzo de 1939, penúltimo día de la Guerra Civil, Fructuoso Salvoch Gárate, comandante de aviación del Ejército republicano, despegó a bordo de un avión Katiuska desde Albacete y abandonó su país junto a otros cinco compañeros con destino a Orán (Argelia), entonces territorio francés, donde aterrizó a las 11.35. Dejaba atrás, hechos trizas, 38 años de vida: a su mujer, Amparo Oncins, en un país al que él no podía volver, y a sus tres hijos, Paco, Manolín y Pili, en la Unión Soviética, adonde habían sido evacuados un año antes.
Salvoch no llevaba encima pasaporte alguno, solo el documento de sus superiores autorizándole a marchar al extranjero por sus servicios prestados. Su destino más probable era ingresar en la Legión Extranjera en un momento en que la descomposición de su país se extendía a toda Europa. Pero decidió probar suerte al otro lado del océano y el 11 de junio de 1939 tomó papel y pluma y con excelente caligrafía dirigió una carta al cónsul de México en Argel contando sus peripecias y pidiéndole asilo: “Me encuentro en Orán en calidad de refugiado y pretendo dirigirme al gran país que V.I. representa, donde tengo un hermano político, el cual me dice que vaya para allá y que bastará dirigirme a V.I. para obtener el pasaporte correspondiente”.
La misiva forma parte de las más de 7.000 solicitudes de asilo de republicanos españoles dirigidas al Gobierno de Lázaro Cárdenas que ha custodiado, prácticamente inéditas durante décadas, el Acervo Histórico Diplomático en la capital mexicana y a las que ha tenido acceso EL PAÍS.
Fructuoso Salvoch, fallecido en 1993, nunca volvió a ver su carta, pero ahora su hijo, aquel Manolín convertido a sus 79 años en don Manuel, presidente hasta hace cuatro meses del Colegio de Ingenieros Civiles de México, examina con emoción una copia del documento y evoca la odisea que llevó a su padre desde las costas de Argelia a las del Caribe.
Como en la película Casablanca, Fructuoso atravesó el desierto y llegó a la ciudad marroquí del mismo nombre. Allí pudo tomar un barco en el que cientos de judíos huían hacia América. Recaló primero en Cuba y finalmente pudo asentarse en México, a donde llegó en junio de 1942 y donde le esperaba su cuñado. “Mi padre no tenía convicciones políticas. Simplemente creyó que debía ser fiel a la República”, explica don Manuel. Con él apenas habló de la guerra: “Cuando pudimos reunirnos en México, yo asistía a las reuniones con otros aviadores, pero no me dejaba participar”. En América se reunió con su esposa, Amparo, y emprendió junto a ella diversos negocios, desde la venta de seguros a una juguetería pero no pensó en volver a volar. “El aparato que pilotaba fue derribado en una ocasión”, recuerda Manuel, “y él me hizo prometer que nunca sería aviador”.
La familia de Fructuoso, como tantas, se fracturó en 1936 y la mayoría de sus parientes abrazaron la causa de los sublevados. “No quería volver a su pueblo, Roncal, en Navarra, porque esa zona había sido partidaria entusiasta de Franco y temía un mal recibimiento. Así que tuve que engañarle. Una vez muerto el dictador le endosé un boleto de avión que había comprado para mí con la excusa de que me había surgido un inconveniente y no le quedó más remedio que viajar. Y allí le dieron la bienvenida con enorme cariño”, recuerda.
La vida de Manuel, como la de su padre, es también una novela. Casi literalmente, porque en 1997 su esposa, María Rosa Moral, hija también de refugiados españoles, decidió escribir la historia de su marido en un libro que tituló "Si no tienes voz, grita". El guion daría también para una película, si no fuera porque el argumento resultaría a ratos increíble, y arranca un día de 1937 cuando Manolín, entonces de cuatro años, se dirigía a su colegio en Barcelona junto con un compañero. Entonces se produjo un bombardeo y los dos niños fueron sacados de entre los escombros con sus manos entrelazados: el pequeño Salvoch vivo, su amiguito, muerto.
Sus padres decidieron entonces enviarlo a la Unión Soviética junto a sus hermanos. Allí murió el mayor de ellos, Paquito, y desde allí emprendieron en 1946 Manolín y su hermana pequeña, Pili, un larguísimo viaje para rencontrarse con sus padres, que habían podido reunirse en México. De Odessa, cruzando el Mar Negro, el Mediterráneo y el Atlántico, en barco hasta Nueva York. Y tras dos meses en la ciudad estadounidense, en autobús hasta Nuevo Laredo, en la frontera, donde recuerda su gran alegría al oír a todo el mundo hablar español.
De aquellos años en la URSS Manolín conservó el idioma ruso, que ahora no puede hablar con nadie, según se queja él mismo. Y otra carta, tristísima, la que tuvo que escribir un día de abril de 1944 para contar a sus padres la muerte de su hermano. Después de dar muchas vueltas, de relatar lo bien que le iba en el colegio a él y a su hermana Pili, en el quinto párrafo, el niño de 11 años, al fin se decidió a afrontar lo inevitable: “Queridísimo papá, a nosotros nos a ocurrido una desgracia. Se nos a enfermado nuestro queridísimo hermano y se me a muerto por eso no puedo decirte nada de él. Pero tú no le digas a mamá porque se disgustará mucho”.
Aquel niño de Rusia separado de sus padres por miles de kilómetros y una guerra mundial recompuso su vida y acabó diseñando algunas líneas del suburbano de la ciudad más grande del mundo. Su historia es la prueba de que no hay límite a la tragedia humana y a la vez de que nada está nunca definitivamente perdido. Fructuoso, el aviador, nunca quiso recordar la guerra, pero su hijo cree que es imprescindible: “Hay que saber todo lo que sucedió para que el perdón sea efectivo”.
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